Lulú Petite

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2012-10-02



Tengo unos amigos a quienes aprecio mucho. Vecinos de mis papás desde hace muchos años. Se conocieron en 1968. Trabajaban en la misma oficina, pero no se conocieron por eso.


La noche de Tlatelolco, hoy hace 44 años, él fue a un mitin en la Plaza de las Tres Culturas. Era tesorero (o algo así en el comité de huelga de su escuela). No sé de qué trataba el mitin, no sé a ciencia cierta porque tantos jóvenes se movilizaban, reclamaban y retaban a un gobierno acostumbrado a no ser cuestionado, pero lo que pasó esa noche lo convirtió en una tremenda cicatriz en el rostro de un país adolescente.


Él cuenta que cuando empezaron los balazos todo mundo comenzó a correr. Algunos trataron de entrar a la iglesia, pero las puertas se cerraron desde adentro. Cayeron. Otros corrieron hacia los edificios. Las calles estaban sitiadas. Él corrió con tres amigos. Una bala en el cráneo fulminó a uno de ellos. Los otros, por inercia, se tiraron al suelo a tratar de ayudar a su compañero. Ya nada podían hacer. El suelo se convirtió en el lugar más seguro de la plaza para esperar deseando que una bala no les pegara o no los atropellara la turba.


Ella no alcanzó a llegar a la Plaza. A unas calles escuchaba los estruendos, veía los tanques, las luces, los soldados. No daba crédito. Era una nación que despertaba de su inocencia.


Tres días después, una madre fue a la oficina a preguntar por su hijo. Desde el dos de octubre no sabían nada de él. Las noticias eran pocas, los hospitales, las comandancias, los cuarteles, las morgues, los medios, no daban información, todo era silencio, un hermetismo de ese que se cocina entre la vergüenza y el cinismo. Él había estado preso en Lecumberri. Lo dejaron salir al cuarto día.


Cuando se presentó de nuevo a la oficina todos querían conocer al desaparecido, saber quién era y dónde había estado. Que les contara la verdad de lo que había visto esa noche. Así, de voz en voz, de testimonio en testimonio, lo que pasó el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco se convirtió en una afrenta inolvidable, en un daño irreparable, en un dolor que no se olvida. Así, además, en 1968 ellos se conocieron.